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Uno de los sentidos comunes más habituales para los prestadores turísticos es aquél que afirma que “si no se trata bien a un turista, éste no vuelve, y convence a sus amigos para que no visite esos lugares”. Esta afirmación se traslada a las prácticas: los turistas suelen ser tratadas con mucha deferencia en una enorme cantidad de sitios, con el fin de que gasten, vuelvan y cuenten sobre ese “buen trato”.

Pero no siempre ese sentido común logra imponerse. Los turistas, sobre todo aquellos que más se arriesgan a pasear por las ciudades sin hacer uso de tours, se suelen encontrar con problemas. Por ejemplo, en 1999 en Quito, viajando con una amiga, nos robaron en la terminal de micros -y pocos minutos después nos quisieron asaltar de nuevo. Como se habían llevado el pasaporte de ella y otras cosas, fuimos a hacer la denuncia a la policía. Nos trataron horrible. Mi amiga estaba muy alterada por lo que había pasado, y como tardaba en leer el papel que debía firmar para hacer la denuncia -por los mismos nervios que tenía- una mujer policía, que ya nos venía tratando muy mal, le dijo: “disculpa, ¿sabes leer?”. Ejemplos como estos muestran que no siempre los turistas son tratados con el sentido común que pretenderían ciertos prestadores. Esto, más allá de que las fuerzas de seguridad latinoamericanas tienen un largo historial de prepotencia.

La otra variante se da cuando el turista no sabe que lo están pasando. El ejemplo más típico es cuando se le cobra más al “gringo” que al latinoamericano, ya que el primero no sólo no habla español muy bien sino que además todo le parece barato en dólares. En Potosí, por ejemplo, el mismo tour podía costarnos a los argentinos menos de la mitad de lo que pagaban los alemanes. Los dueños de las agencias, eso sí, nos pedían por favor que no le dijéramos a los europeos cuanto habíamos pagado.

No mencionaré el tema de los taxistas, porque es demasiado conocido. Tampoco me referiré a las políticas explícitas de muchos países, en donde ciertos servicios se cobran más caro a los turistas que a los habitantes locales -esto es bastante habitual en Ecuador, por ejemplo. El espectacular tren que iba de Riobamba a Huigra costaba en 1999 15 dólares para los extranjeros y cinco veces menos para los ecuatorianos.

Existe, eso está claro, una tensión permanente entre el sentido común del “buen trato” y la posibilidad de hacer negocios a costa del turista. Y eso, simplemente, nunca se va a solucionar. Y eso no sólo pasa aquí en América Latina, sino en cualquier lugar del mundo.

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